Todo comienza con la siembra. El mimbre, mi principal compañero, se cultiva en tierras generosas, elegidas por su conexión con la vida que fluye entre el mar y la tierra. Es un proceso paciente, que pide atención constante durante todo el año. Riego, poda, cuidado… Cada planta se nutre del suelo, del sol y del clima gallego que imprime su carácter único en cada rama.
Después llega el momento de la espera. Porque en este oficio no hay atajos. El mimbre crece al ritmo que dicta la tierra, y yo aprendo de su calma. En esta espera, se cultiva algo más que materia prima; se cultiva la paciencia, esa que hará que cada pieza tenga una historia más allá de su forma.
Cuando el invierno anuncia su llegada y la luna nueva ilumina las noches, comienza la recolección. Este es uno de los momentos más mágicos del proceso. En esa fase de la luna, la savia de los árboles baja, y el mimbre se torna más flexible, más dócil, más duradero.
Cada rama se recoge a mano, seleccionada con cuidado, sabiendo que solo lo mejor se convertirá en un cesto o una mochila. Este conocimiento, transmitido de generación en generación, conecta el presente con las tradiciones de quienes trabajaron la tierra antes que yo.
Pero aún falta mucho camino por recorrer. Las ramas recién cortadas descansan para secarse durante meses. Es un descanso necesario, un respiro que prepara al mimbre para el siguiente paso. Cuando llega su momento, las ramas se hidratan de nuevo, volviendo a la vida, listas para ser transformadas. Este ciclo natural de secado e hidratación refleja el equilibrio entre pausa y movimiento, entre paciencia y creación.
Y finalmente, comienza la manipulación. Es aquí donde las manos toman el relevo de la naturaleza. Cada pieza se moldea con dedicación, siguiendo técnicas ancestrales que he adaptado a los tiempos modernos. Mientras trabajo, las ramas cobran vida propia, trenzándose en formas que son al mismo tiempo funcionales y bellas. Es un diálogo entre lo que el material pide y lo que mis manos saben darle.
Este proceso no es solo una técnica; es un acto de respeto por la tierra, por el oficio y por las personas que usarán mis creaciones. Cada cesto y mochila que sale de mi taller lleva consigo no solo el esfuerzo de mis manos, sino también el ritmo pausado de la naturaleza, el saber de los antiguos y la promesa de un futuro más sostenible.
Y finalmente, comienza la manipulación. Es aquí donde las manos toman el relevo de la naturaleza. Cada pieza se moldea con dedicación, siguiendo técnicas ancestrales que he adaptado a los tiempos modernos. Mientras trabajo, las ramas cobran vida propia, trenzándose en formas que son al mismo tiempo funcionales y bellas. Es un diálogo entre lo que el material pide y lo que mis manos saben darle.
Este proceso no es solo una técnica; es un acto de respeto por la tierra, por el oficio y por las personas que usarán mis creaciones. Cada cesto y mochila que sale de mi taller lleva consigo no solo el esfuerzo de mis manos, sino también el ritmo pausado de la naturaleza, el saber de los antiguos y la promesa de un futuro más sostenible.
Y finalmente, comienza la manipulación. Es aquí donde las manos toman el relevo de la naturaleza. Cada pieza se moldea con dedicación, siguiendo técnicas ancestrales que he adaptado a los tiempos modernos. Mientras trabajo, las ramas cobran vida propia, trenzándose en formas que son al mismo tiempo funcionales y bellas. Es un diálogo entre lo que el material pide y lo que mis manos saben darle.
Este proceso no es solo una técnica; es un acto de respeto por la tierra, por el oficio y por las personas que usarán mis creaciones. Cada cesto y mochila que sale de mi taller lleva consigo no solo el esfuerzo de mis manos, sino también el ritmo pausado de la naturaleza, el saber de los antiguos y la promesa de un futuro más sostenible.